En un rincón del cielo, donde las nubes esponjosas flotaban suaves como algodón, vivía una pequeña gota de agua llamada Giselda. Desde su nacimiento en la neblina de la mañana, soñaba con el día en que viajaría hasta la tierra.
En su hogar de nubes, Giselda escuchaba historias maravillosas. Otras gotas le hablaban de ríos que danzaban entre las montañas, lagos que reflejaban la luna y océanos infinitos donde las olas cantaban. Giselda suspiraba, imaginando cómo sería formar parte de aquel mundo.
Una tarde, una nube vieja y sabia, llamada Nube Grisácea, se acercó flotando con suavidad.
— Pequeña Giselda —susurró con voz serena—, ha llegado tu momento. El viento te llevará a un nuevo lugar. No temas, es un viaje hermoso.
Giselda sintió un cosquilleo de emoción. A su alrededor, las nubes se oscurecieron suavemente, y el aire vibró con un murmullo melodioso. De repente, una brisa la abrazó con ternura y comenzó a deslizarse hacia abajo.
Descendió junto a otras gotas, girando y brillando como pequeñas estrellas de agua. Se sentía ligera, flotando entre sus amigas en una danza lenta y mágica. El viento cantaba a su alrededor, y la tierra, cada vez más cerca, la esperaba con los brazos abiertos.
Cuando por fin aterrizó, lo hizo en la hoja fresca de una flor. La hoja la meció dulcemente, como si la acunara. Giselda suspiró feliz, sintiendo el calor de la tierra y el aroma suave de la hierba.
Descansó allí, sabiendo que su viaje no había terminado. Pronto sería parte de la flor, viajaría por sus raíces y algún día volvería al cielo convertida en neblina.
Mientras la noche envolvía el mundo en su manto azul, Giselda cerró los ojos. Se dejó llevar por el suave arrullo de la brisa y se durmió, soñando con nuevas aventuras.
Y así, bajo las estrellas, la pequeña gota se dejó llevar por el descanso, en paz con su viaje y su hogar.