Tito y el Jardín de la Noche
En un rincón escondido del bosque, donde el viento susurraba melodías dulces entre las hojas y el riachuelo cantaba con voz cristalina, vivía un pequeño erizo llamado Tito. Tito tenía un suave abrigo de púas que, lejos de ser puntiagudas, eran como suaves plumas que lo hacían sentir tan cómodo como una manta tibia.
Cada noche, cuando el sol se despedía en un abrazo dorado y las estrellas comenzaban a brillar tímidamente en el cielo, Tito emprendía su paseo nocturno. Le encantaba recorrer el bosque a esa hora, cuando todo parecía respirar con tranquilidad, y la luna dibujaba sombras suaves sobre la hierba.
Una noche, mientras Tito caminaba junto al riachuelo, vio algo brillar entre las raíces de un viejo roble. Era una pequeña luciérnaga atrapada en una telaraña de hilos finísimos. Su luz titilaba con dulzura, como un latido sereno.
— No te preocupes, te ayudaré —susurró Tito con su voz más calmada.
Con mucho cuidado, usó sus patitas para liberar los hilos uno por uno, hasta que la luciérnaga pudo alzar el vuelo con un destello agradecido.
— Gracias, pequeño erizo —dijo la luciérnaga con voz suave—. Como muestra de gratitud, te llevaré a ver el Jardín de la Noche.
Tito ladeó la cabeza con curiosidad. Nunca había oído hablar de aquel lugar, pero su corazón le dijo que debía seguir a la luminosa criatura.
Juntos, caminaron por un sendero cubierto de musgo, tan mullido como una alfombra de nubes. El aire olía a lavanda y a tierra fresca. Poco a poco, el bosque se volvió aún más silencioso, como si todo estuviera conteniendo el aliento.
De pronto, llegaron a un claro bañado por la luz plateada de la luna. Era el Jardín de la Noche. En él, las flores se abrían solo en la oscuridad, sus pétalos destilaban un suave resplandor azulado y despedían un perfume dulce y envolvente. Había mariposas nocturnas con alas de terciopelo y pequeñas fuentes que burbujeaban con un sonido apacible.
Tito se quedó maravillado. Se tumbó sobre la hierba fresca y contempló el cielo estrellado, sintiendo que su corazón latía al mismo ritmo que la noche. Todo era perfecto, tranquilo y cálido. La luciérnaga se posó junto a él y, juntas, sus luces destellaron en armonía con los astros.
El pequeño erizo sintió que sus párpados se volvían pesados. La brisa suave lo envolvía como una caricia, y el susurro del bosque lo acunaba dulcemente. Poco a poco, sin siquiera darse cuenta, se sumió en un sueño apacible, rodeado de la magia silenciosa del Jardín de la Noche.
Y así, mientras el bosque velaba su descanso, Tito dormía plácidamente, sabiendo que la noche guardaba secretos hermosos y suaves para aquellos que se tomaban el tiempo de escuchar.
FIN
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