La rana que quería ser rey
Había una vez una pequeña rana que vivía en un tranquilo estanque rodeado de lirios y juncos. Aunque tenía muchos amigos y pasaba los días croando bajo el sol, ella sentía que su vida era demasiado simple. Soñaba con algo más grande, con riquezas y poder.
— Si tan solo pudiera ser un rey —pensaba—. Todos me admirarían y me obedecerían.
Un día, decidida a cambiar su destino, saltó fuera del estanque y emprendió un viaje por el bosque. Cruzó senderos cubiertos de hojas doradas, saltó sobre arroyos cristalinos y, finalmente, llegó a un majestuoso castillo. Era el hogar del rey león, el gobernante más fuerte y sabio de la selva.
Con mucho sigilo, la rana se coló por una ventana y llegó hasta la sala del trono. Allí, en medio de alfombras mullidas y grandes columnas de piedra, estaba el imponente trono del rey. Sin dudarlo, la rana saltó y se acomodó en él, tomando la corona que descansaba a un lado.
— ¡Soy el rey! —exclamó con alegría—. ¡Ahora todos los animales me obedecerán!
Pero su voz despertó al rey león, que dormía plácidamente en una esquina. El gran felino entrecerró los ojos y, al ver a la pequeña rana con su corona, soltó una carcajada grave y profunda.
— ¿Tú, un rey? —preguntó con curiosidad—. ¿Y qué te hace pensar que puedes gobernar?
— ¡Puedo croar más fuerte que nadie! ¡Y saltar más alto que cualquier otro animal! —respondió la rana con entusiasmo.
El león sonrió con paciencia.
— Gobernar no se trata solo de croar y saltar. Un rey debe ser fuerte, sabio y cuidar a los suyos. ¿Puedes hacer eso?
La rana sintió que su entusiasmo disminuía. Se quedó pensativa y luego intentó demostrar su grandeza: croó con todas sus fuerzas y dio un gran salto… pero no impresionó al león, quien la miró con ternura.
— Pequeña rana, no necesitas ser un rey para ser especial —dijo el león—. Cada criatura tiene su lugar en el mundo, y el tuyo es en tu estanque, saltando entre los lirios y alegrando a los demás con tu canto.
La rana bajó la mirada. Había salido en busca de poder, pero ahora comprendía algo mucho más valioso: la felicidad estaba en aceptar lo que era.
— Creo que quiero volver a casa —dijo en voz baja.
El león asintió y con una gran pata la ayudó a bajar del trono.
— Entonces corre, pequeña. El bosque siempre será grande, pero tu hogar es donde realmente eres feliz.
Y así, la rana regresó a su estanque. Al verla llegar, sus amigos la rodearon emocionados y le preguntaron por su aventura.
— Aprendí algo importante —dijo la rana con una sonrisa—. Ser una rana es lo mejor que me pudo haber pasado.
Desde entonces, croó y saltó más feliz que nunca, sabiendo que no necesitaba una corona para ser especial.
FIN